Señales de Dios en mí
Siendo de una generación de cubanas y cubanos que crecimos en el seno de una sociedad mayoritariamente laica, por alguna misteriosa razón, siempre creí en Dios y en la Virgen. Tal vez, la semilla de mi callada creencia, la sembró en mi corazón mi abuela materna, María del Pilar, quien ante cada susto mío al enfrentarme a los exámenes escolares y a la hora de dormir, me apretaba en su regazo, y me sugería sólo encomendarme a ellos. He ido descubriendo muy lentamente que tenía razón: con eso basta.Sin embargo la señal más visible para mí, llegó en 1996. Tras varios años, tratándome en consultas de Infertilidad, comprendí la ansiedad de quienes añoran procrear hijos y no lo consiguen. Atendí entonces como abogada a una madre que ante su soledad por el abandono del padre y la incomprensión de su familia, pensaba en la interrupción de su embarazo como única alternativa. Le imploré que no privara de la vida al hijo que tenía en su vientre. Le argumenté que ella, ante la falta de comprensión y cariño de algunos adultos, contaba con la vida dentro de su ser, que muchas mujeres añorábamos. Logré convencerla y estar a su lado profesional y humanamente a durante el embarazo y el nacimiento de su bebé. Dios me debe de haber dado la fuerza y la sabiduría para ganar además, algo que parecía inalcanzable: la primera sentencia que conozco en mi país, favorable a los derechos del hijo concebido y no nacido.
Olga Mesa Castillo, mi profesora de Derecho de Familia durante la carrera y a lo largo de mi vida profesional, me sugirió escribir sobre este caso. Cumpliendo su pedido participé como ponente en el Primer Congreso Mundial de Derecho de la Infancia celebrado en Panamá. El día anterior de regresar a mi país, Dayra Piti, amiga panameña que conocí en dicho evento, me descubrió en una juguetería regateando precios a un comerciante sordo para otro lenguaje que no fuera el de su ganancia. Cuando ella me preguntó para quien quería los juguetes, le expliqué que para el niño que me había inspirado a hacer el trabajo presentado, que ya había nacido y estaba en Cuba y para los chicos de mi edificio. Ella llenó mi bolsa de juguetes y me preguntó por qué si me gustaban tanto los niños, yo no era madre todavía. Le respondí con el rostro bañado por lágrimas, que poque no los podía tener. Ella entonces me aseguró que si los tendría. Me guió a la Iglesia del Carmen y tras pedirle al Niño Jesús que me concediera la gracia de ser madre, me regaló su estampa, que hasta hoy conservo y cada mes iba la iglesia a rogarle por mí, cumpliendo ella su promesa de entonces.
Le expliqué que los cubanos de mi generación no habíamos sido educados en su fe, pero se la agradecía y la respetaba. Le prometí además que si un día su Dios, me daba la posibilidad de tener una niña, llevaría su nombre. Cuando tres años más tarde ella me llamó por teléfono a casa, le dije que por fin sabía que Dios existía, porque ya Dayra Ivette estaba en Cuba, y a punto de nacer. Mi hija mayor nació el 20 de abril del 1999. Dos años y cinco meses más tarde, el 24 de septiembre del 2001, nació Dalma Miviala, mi segunda hija. La llegada de las dos vidas gestadas en mi vientre en diferentes siglos y milenios, han sido sin dudas poderosas señales aunque no las únicas, de que Dios está siempre en mí, aunque yo haya demorado en verle.
Belkis Caridad